lunes, 4 de agosto de 2014

La luna

Me senté en un banco de la plaza tan poblada, hice gimnasia, hice flexiones de brazo, me senté. Descansé, ya me dolía el hombro y la espalda. Miré para arriba con la esperanza de encontrar un respiro en algún cielo que me ilumine con sus estrellas. Lo encontré, en realidad la encontré. Allí presente como siempre, con su inocente pero ubicuo paso en esta
vida, en la otra y en la otra. Me produjo, también como siempre, felicidad, compañía. En ese momento pensé: se debe sentir libre, está allá bien arriba, donde los mosquitos no molestan, los gatos no maúllan y no alcanzamos a oír el grito de los perros ni de los autos, que en esta linda avenida de Gaona acostumbran a molestarnos con sus relinchos: choques y gritos. Sentí admiración, solitaria pero feliz, siempre en el mismo lugar, como esperando, como queriendo ver llegar a alguien, a algo, o esperando, esperando. Libre, muy libre, como el preso que cumplió su condena y ahora es li-bre. 
Y seguí pensando un momento en este fenómeno, y me hizo acordar a alguien: a mí. Que no dejé de esperar, aunque no dejé de estar feliz, por cierto. Olvidémoslo. 

Bajé la mirada, el ruido de la calle no se parece nada al espacio: silencioso, respetuoso y gentil. El griterío, la vorágine del día que no deja pensar, el sórdido silencio que no existe, o existe cada vez menos. Miré otra vez para arriba, simplemente era más bello. No tenía nada contra mi mundo, recapacité, tenía sino especial afecto con ese mundo tan increíble, ese mundo lejano que nunca conoceré, sino de revistas, libros e imaginación. Pero allá no había vida, y sigue sin haberla, allá sólo se contempla la belleza, sin embargo desde lejos. Desde lejos, desde lejos. Levantándome entonces me dejé ahogar otra vez por las inclemencias, aunque siempre bellas, del día en nuestro planeta, en la Tierra

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